jueves, 5 de febrero de 2009

El arte de la esquina

Boletín Mensual Nº 19– Año 2
Febrero 2009






SUMARIO
Raquel Forner
Estética del Renacimiento (Séptima Parte)
Edgar Allan Poe
Dalí, el Surrealismo




Raquel Forner
Prof. Elsa Sposaro


Casi con el nacimiento del siglo, nace una de las pintoras argentinas más destacadas en el ámbito artístico nacional e internacional, aunque debemos reconocer que no se le ha dado la trascendencia merecida por su arte innovador y original. La obra de Raquel Forner ha sido reconocida, como dijimos, en todo el mundo. Este no pretende ser un detalle exhaustivo de su obra. Han sido incluidos datos que a nuestro entender son de mayor relevancia.

Nace en Buenos Aires el 22 de abril de 1902, Raquel Forner. Hija de padres vinarocenses, respondió al llamado de la tierra de sus ancestros haciendo múltiples viajes a España. Ese fue el lugar donde descubrió su pasión por el Arte a la edad de doce años. En su casa, declara Raquel Forner en su adultez, hubo un gran revuelo por su elección, ya que en esa época para un mujer lo único admisible era el Magisterio.
Al finalizar sus estudios secundarios ingresó en la Academia Nacional de Bellas Artes, donde la mayoría de los estudiantes eran varones. Pero no se dejó amedrentar por ello y obtuvo el apoyo de sus familiares y de su maestro Emilio Centurión.
Sus padres se opusieron a que estudiara en la Academia de Bellas Artes porque era muy chica y porque en tercer año había desnudos. Por esta razón comenzó a estudiar en una Academia particular, la Academia Perugino. Luego ingresó en Bellas Artes.

En 1922 recibe el título de Profesora de Dibujo en la Academia Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y ya en 1924 recibe el Tercer Premio en el XIV Salón Nacional de Bellas Artes de la misma ciudad.
Al terminar la carrera, los padres se ponían contentos de que su hija se alejara del medio artístico a lo cual ella les respondió, que la carrera recién empezaba y sólo se conformaron los padres cuando obtuvo el Tercer Premio en el Salón Nacional.

Realiza su primera exposición personal en la Galería Müller de Buenos Aires, y luego en la Facultad de Humanidades, en la ciudad de La Plata Provincia de Buenos Aires, Argentina en 1928.

Entre 1929 y 1931 asiste a los cursos de Othon Friesz en la Academia Escandinava, París. En 1929 participa en Nuevo Salón organizado por Amigos del Arte, Buenos Aires. Frecuenta al grupo de argentinos radicados allí, integrando el denominado "Grupo de París": Horacio Butler, Héctor Basaldúa, Antonio Berni, Pedro Domínguez Neira y el escultor Alfredo Bigatti, entre otros.


El Puente Roto - Raquel Forner- Óleo sobre tela 70 x 50 cm


Entre 1930 a 1935 participa en el VIII Salón de las Tullerias, París, en el Primer Salón Anual de Pintores Modernos en Buenos Aires. Juntamente con los pintores Alfredo Guttero, Pedro Domínguez Neira y el escultor Alfredo Bigatti funda los cursos libres de Arte Plástico. Obtiene el Segundo Premio en el XXIV Salón Nacional de Bellas Artes. Participa en ''The 1935 International Exhibition of Paintings'' en el Carnegie Institute, Pittsburgh, U.S.A.

Ritmo – 1934 óleo sobre tela- 106 x 96 cm

Se casa con el escultor Alfredo Bigatti en 1936, a quien conociera en un tren cuando con otros artistas iba a una muestra en la ciudad de La Plata en Argentina. Comentaba de aquel importante encuentro: “Charlamos mucho, me contó que sus grandes maestros habían sido Bourdelle y sus viaje por Europa”.
Desde ese momento hasta 1950 realiza varias exposiciones en Nueva York, San Francisco, Buenos Aires y obtiene la Medalla de Oro en la Exposición Internacional de París.


Civilización, 1938, de Raquel Forner. Oleo s/ tela, 74 x 84 cm

En 1951 es Miembro de la Royal Society of Arts of England. Continúa haciendo exposiciones en Buenos Aires.
Es destacada con el Gran Premio de Honor del Salón Nacional, en 1955
En 1956 obtiene el Gran Premio de Honor en el XLV Salón Nacional de Bellas Artes. Exposición personal, Amigos del Arte, Montevideo (Uruguay).
Al año siguiente realiza una Exposición personal, Pan American Union, Washington y otra en la Galería Bonino, Buenos Aires.

En 1958 efectúa una exposición personal en Roland de Aenlle Gallery, New York. Participa en el Primer Salón Panamericano de Arte, Porto Alegre, (Brasil) y en "The 1958 Pittsburgh International Exhibition of Contemporary Painting and Sculpture", Pittsburgh y en el "International Festival of Art", New York. Efectúa otra xposición personal, Galería Bonino, Buenos Aires. Obtiene el Premio de la Prensa en la Primera Bienal Interamericana de Arte, Méjico y participa en la XXIX Bienal de Venecia.

En 1960 hace una exposición personal en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, Brasil.
En 1962 efectúa una Exposición personal Museo Nacional de Bellas Artes, Bs.As, obtiene el Gran Premio de Honor, Bienal Americana de Arte, organizada por IKA, Córdoba, siendo presidente del Jurado el crítico de arte Sir Herbert Reed.Participa en "Women in Contemporary Art", Duke University, Durham, U.S.A. y en "L'Art Argentin Actuel" en el Musée National d'Art Moderne, en París, en 1964 . Además en "The 1964 Pittsburgh International", Museum of Art, Carnegie Institute, Pittsburgh, USA. Es Invitada de Honor a la 2da. Bienal Americana de Arte organizada por IKA, Córdoba.

En el año1966 hace una Exposición personal en Maison Argentine, París. Otra en Drian Gallery, Londres. Participa en el Salón de Mayo, en París, con su obra "El Viaje sin Retorno".Participa en " The 1967 Pittsburgh International Exhibition", y en la exposición "La Gravure d'Amerique Latine", Gallerie La Tour, Ginebra, Suiza.

Órbita (perteneciente a la serie del Espacio), 1968 óleo sobre tela- 126 x 160 cm

Hacia 1978 efectúa una exposición personal para la UNESCO en París, y en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, en Gordon Gallery, Bs.As. y en la Sala de la Pequeña Muestra, en Rosario, Pcia. de Santa Fe.

Terráqueos en marcha


En 1973 hace una exposición personal, en la Galería Wildenstein, Bs.As. y en 1974 en Robertson Galleries, Ottawa, Canadá y en Corcoran Gallery of Art, Washington y Ars Longa Gallery, Houston, Texas.Participa en "Art of the Americas in Washington Private Colletions", auspiciada por Organization of American States, Washington DC. Exposición personal, Galería Martina Céspedes, Bs.As.

Raquel Forner - Monstruo espacial con mutantes


Le Cauchemar des Mutants - Litografía


En 1982 crea la "Fundación Forner-Bigatti", a fin de mantener unidas un conjunto estupendo de sus obras y las de su esposo.

El 10 de junio de 1982 fallece en Buenos Aires cuando tenía 86 años de edad.
Sostenía Raquel Forner: “lo más importante es crear todos los días”. Quienes la conocieron aseguran que tenía una fuerte personalidad. Orgullosa de su apellido, cuando niña decía que no se casaría para no perderlo. Se declaraba afortunada de contraer matrimonio con un hombre como Alfredo Bigatti, quien nunca la presentó como su esposa sino como Raquel Forner. “Nunca quise ser de nadie” decía, y se preguntaba si algún hombre sería capaz de cambiarse el suyo, por enamorado que esté de su mujer.

Después de la muerte de su esposo permaneció dos años sin pintar y para salir de ese momento depresivo viajó a Europa y América. Luego comenzó a pintar pero declaraba nunca haber superado esa pérdida totalmente.



La obra de Raquel Forner es una sucesión de series tales como: de la guerra, de la farsa, del espacio. Decía Raquel Forner:

“Es un imperativo interior que tiene que ver con el afuera. La serie de la guerra empezó con la Revolución española y terminó con la Segunda Guerra Mundial. la farsa era una referencia a los dictadores que oscurecieron la historia del mundo.”

La secuencia de las series, sin duda se debía a los cambios que se producían en los tiempos que le tocaron vivir a la artista, y esto la ubica como un referente de su tiempo, a la vez que declara su sentido de humanidad y compromiso.

¿Cómo justifica Forner su paso a la serie cósmica?: “Cuando escuché que el hombre quería dejar su planeta para ir en busca de otros espacios exteriores, sufrí una fuerte conmoción. Sentí que todo cambiaba; no podía pensar de la misma manera el hombre moderno que aquel del Renacimiento, que creía que su planeta era el centro del Universo.”

En un primer momento el ser humano desaparece totalmente de mis cuadros. Cuando vuelve a surgir en mi pintura, su aspecto ha cambiado. Ya no es el habitante de la Tierra sino el del espacio.
Mis series empezaron a llamarse Los que vieron la luna, Los astronautas, Los mutantes. A partir de allí nació en mí una especie de sabiduría, un saber las cosas antes de que sucedieran.”

Simbiosis 1977 Óleo sobre lienzo. 100x150cm

Raquel Forner consideraba premonitoria a su pintura. Se basaba en hechos reales, que ella prefería no comentar demasiado porque le daba mucho miedo, pero reconocía que mucho antes de que se hablara de traer piedras de la luna ella había pintado un hombre con una piedra lunar.


Litografía s/n

“Después pinté tres astronautas encerrados, yo misma no sabía por qué. lo supe al enterarme poco tiempo después que habían muerto tres astronautas rusos encerrados en una cápsula”



Raquel Forner – Lucha de astrotauros

Aunque muchos prefieren la pintura de las primeras décadas, no puede dejar de reconocerse que Raquel Forner es una estupenda artista moderna, empapada de realidad histórica y sincero compromiso. Con respecto a los cambios en su pintura y los distintos períodos Forner decía:

“Con sus aciertos o imperfecciones todas las épocas tienen su valor porque expresaron un instante y un matiz.
Fueron especialmente honestas, porque nunca me dejé influir por las modas o tendencias.”






Estética del Renacimiento (Séptima Parte)
Por la Lic. Alicia Grela Vázquez

La caída del Imperio Romano de Oriente por la toma de su capital: Constantinopla por los turcos otomanos en 1453, señala uno de los mojones de la divisoria entre la Edad Media y la Edad Moderna. Pero esto no es un límite (línea perfectamente definida) sino una frontera (área de transición).

La vuelta a la antigüedad clásica, característica del Renacimiento, sólo es posible, porque en la Edad Media se pone en custodia el patrimonio cultural Previo. Tiene lugar un procedimiento complejo y, en cierto modo, antagónico. Hay un olvido y un ocultamiento del saber, pero también una cura y una guarda del mismo, que se suma a la creación.

La conservación del legado griego y romano es imprescindible para elaborar esta ubérrima explosión cultural, conocida como Renacimiento y muy especialmente de su última etapa: el Manierismo.

La culminación de las Artes Plásticas renacentistas está dada por el saqueo de Roma. Los acontecimientos históricos fundamentales son la toma de la ciudad por las tropas imperiales y la Reforma.

La última etapa del Renacimiento (el Manierismo) expresa búsqueda, dudas y miedos secretos. Aún así se tiene una certeza: lo clásico no se puede superar.

Venecia tuvo un perfil copiado de Bizancio, más que de la región Toscana. Esa ciudad estado pese a invitar a artistas florentinos no llega a contrarrestar aquella influencia oriental. La Escuela Veneciana se destaca por el uso del color. Su pintura expresa un agrado por lo mundano y una tendencia hedonista muy marcada.

Bellini muestra la sensualidad terrena como un reflejo de la belleza divina. Este creador maneja las tonalidades, el claroscuro y las luces de un modo excepcional.


Bellini – Conversación sagrada


Tanto él como sus alumnos: Giorgione y Tiziano componen obras inmejorables, misteriosas y controvertidas, que muestran la unión entre el hombre y la Naturaleza.


Giorgione- La tempestad

Giorgione lleva al máximo el desnudo femenino, como lo muestra en su Venus dormida.

Giorgione- Venus dormida

Tiziano alcanza la cumbre de la realización pictórica. La composición , la distribución de los objetos y de la luz se funden en el plano bidimensional del lienzo. Esta fusión es lo que se denomina “orquestación”, pues el tema, el movimiento, la acción, la luz, la sombra, el color, la distancia y la perspectiva lograda son como los instrumentos musicales ejecutados armoniosamente. El artista plástico los controla como un director a los ejecutantes de partituras musicales.


Tiziano – El triunfo de la fe


Tiziano – La bacanal



Tiziano – Carlos V



Tiziano – Las tres edades del hombre


Sus obras maestras: Amor sacro y amor profano, y su Autorretrato muestran la armonía por él producida.

Tintoretto, alumno de Tiziano se destaca en los temas dramáticos, sirviéndose de la luz, la sombra y el color.



Tintoretto – Baco y Ariadna



Tintoretto – Leda y el cisne


Tintoretto – La casta Susana

Tintoretto - La última cena


Paolo Caliari, el Veronés, le sucede pintando palacios de mármol y convirtiendo escenas hogareñas de la vida de Cristo en complejas tablas pobladas por numerosas figuras, lujosamente vestidas en enormes lienzos al óleo.

Caliari (el Veronés) – Las bodas de Caaná


Caliari (el Veronés) – Marte y Venus


El poderío comercial local es el fundamento real de todas estas expresiones artísticas. En el Renacimiento se muestra con mayor nitidez el vínculo estrecho entre las formas de producción del nuevo sistema económico y lo superestructural: la Cultura en general y el Arte en particular.



Edgar Allan Poe
Prof.Elsa Sposaro

Seguramente quien haya leído a Poe, tendrá en su memoria escenas de sus cuentos. Escenas que uno fabrica en el maravilloso acto de la lectura en una especie de complicidad mágica que se establece entre el autor y el lector en el momento de abrir un libro que merece ser leído.
El 19 de enero de este año, se cumplieron 200 años del nacimiento del escritor estadounidense E. A Poe.

Fue un escritor, poeta, crítico y periodista romántico estadounidense, reconocido como uno de los maestros universales del relato corto. A pesar de su castigada dura y corta vida, o quizá a propósito de ella, su pluma ha sido muy prolífica. La muerte ha sido dudosa. Las especulaciones han incluido el delirium tremens, el ataque cardíaco, epilepsia, sífilis, meningitis y el cólera. Falleció a los 40 años de edad.

Edgar Allan Poe vivió una vida tortuosa marcada por el dolor de su alma melancólica y depresiva y que intentó calmar mediante las drogas y el alcohol.

El tío de Poe declaró a su muerte: "Había conocido tanto dolor y tenía tan pocos motivos para sentirse satisfecho con la vida que este cambio apenas puede considerarse una desgracia".
En esta ocasión El arte de la esquina celebra la fecha de su nacimiento compartiendo dos de sus cuentos.



El corazón delator
Edgar Allan Poe


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo.

Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

Retrato de Edar Allan Poe




El gato Negro
Edgar Allan Poe


Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que barroques. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos.
La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando les daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui un hombre hice de ella una de mis principales fuentes de gozo. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los gozos que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.

Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.

Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo.

Plutón—llamábase así el gato—era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.

Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento—me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.

Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.

Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.

Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.

No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?

Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.

En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde entonces a la desesperación.

No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño", "singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.

Apenas hube visto esta aparición—porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.

Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.

Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces.

Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.

Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.

Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.
Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.

Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.

En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!

Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.
Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos.

La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.
Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.

Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.
La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad.

Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.
No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.
Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".

Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.

Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Inicióse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.

Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación.
Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí el sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.

—Señores—dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construida—apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros...¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.
Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.

¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano, un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.

Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los agentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.
Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.



Dalí, el Surrealismo



En la ciudad de Mar del Plata ya es común disfrutar de eventos culturales de nivel internacional, y este es el caso de la Muestra: “Dalí, el Surrealismo” que se inauguró el 30 de enero y permanecerá abierta al público hasta el 12 de abril, todos los días de 19 a 23, a excepción de los días nublados cuando el horario será desde las 17 y hasta las 21.
El valor de las entradas es de 5 pesos y los menores de 12 años, que estén acompañados por un mayor, ingresarán sin cargo. Serán 73 días de exposición en que los marplatenses y turistas que visitan la ciudad puedan acercarse y acercarse a la obra del artista catalán
A 20 años del fallecimiento de Salvador Dalí (1904-1989), la muestra recorre sus últimos 30 años de vida.
La curaduría está a cargo de Santiago Shanahan. La exposición está conformada por litografías originales, serigrafías, grabados, fotos inéditas, esculturas de bronce y medallones de plata. Es la segunda más importante del mundo y está integrada por obras procedentes de distintos países, en su mayoría pertenecientes a Enric Sabater, secretario privado de Dalí entre los años 1968 y 1980.
El recorrido de la muestra se inicia con la reproducción del tríptico “El jardín de las delicias” en homenaje a El Bosco (1450-1516), cuyo original se expone en el Museo del Prado de Madrid. Además, se exponen esculturas en bronce entre las que se destacan “Alicia en el país de las maravillas”, “El Unicornio” y “Tercícora, la musa de la danza”.
Los grabados y serigrafías en plata están representadas por las series de medallas “Los 10 mandamientos”, “Los 7 días de la creación”, “Los 12 signos del zodíaco” y “Los 10 deportes”, y las serigrafías de la colección “Las profesiones”.
La Muestra se realizará en el Salón Columnas Boulevard del Gran Hotel Provincial, ubicado en el Boulevard Patricio Peralta Ramos 2502, de la ciudad de Mar del Plata.
Fuente: Dirección General de Cultura y Educación - Portal ABC